Por
Ingrid Storgen, ANNCOL
Cada
vez que escucho hablar del drama de las cárceles donde pagan –los pobres- su
osadía por trinar canciones libertarias, además de indignación y tristeza
percibo una realidad tan descarnada que es imposible describir.
Visualizo
los lugares de hacinamiento como una gran jaula que sólo el brazo de la
injusticia puede diseñar. Jaula forjada con el hierro del odio, donde se
desvanece la esperanza aunque no llegue a morir del todo, porque no existe encierro
capaz de detener el canto que trasciende, pese a la infamia, cada uno de los
barrotes oxidados.
Colombia
da un triste ejemplo de esa injusticia, aunque el mundo parezca, muchas veces,
mirar hacia otro lado.
En
las mazmorras, más de 7500 prisioneros y prisioneras, resisten las crueldades más
aberrantes, ellos son: estudiantes, obreros, campesinos, profesionales,
intelectuales, poetas, músicos, amas de casa, ancianos, jóvenes, todos bajo el
denominador común que los envuelven entre dos palabras que contienen la fuerza
del heroísmo: luchadores populares.
Allí,
donde exista una cárcel, los internos, además de ser víctimas de tremendas
injusticias, ven correr el tiempo concientes que, pese a tanto dolor, llegará
el día en que el mundo será distinto.
Tan
distinto como ellas y ellos lo soñaron cuando pretendieron ser los orfebres que
forjarían el espejo del futuro en una tierra partida en dos, donde manos
criminales engarzaron la piedra del odio.
Mundo
descolocado este, en que la tristeza parece haber dejado su semilla que no
termina de morir, como debiera.
Compartimos
los testimonios de esos compañeros y compañeras que siguen trinando su canto
más allá del tormento. Luchadores que no son guerrilleros, ni terroristas
aunque descarguen sobre ellos y ellas esa falacia, queriendo, con ello,
justificar lo injustificable.
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