Publicado en El Espectador 13 de febrero 2013
Uno de los grandes especialistas en la
investigación del sistema carcelario y penitenciario colombiano, Michael Reed,
escribió hace poco: “Día tras día el hacinamiento carcome el cuerpo y el
espíritu de miles de hombres y mujeres presos. Día tras día el Estado mantiene
en edificios decrépitos a miles de humanos como vacas rumbo al matadero. El
espacio ardiente de sitios que llaman Bellavista y Villahermosa destruye minuto
a minuto la humanidad de jóvenes que se vuelven viejos en el encierro.
Segundo tras segundo, la vida de un preso
transcurre bajo peligro de enfermedad o de muerte. El encierro en estas
condiciones vuelve loco a cualquiera”. Quien no haya estado allí, no haya ido y
visto, no lo cree. O si lo cree, no logra sentir las profundidades de la
degradación que alcanza el ser humano en nuestras cárceles. O si lo siente, no
lo considera indignante. Y eso es hasta cierto punto comprensible: una sociedad
en la que cualquier atrocidad es admitida y trivializada, ¿por qué habría de
sobrecogerse ante el horror en que viven quienes han sido inculpados o
condenados por delitos y crímenes?
Ese letargo colectivo es de vez en cuando
interrumpido. El año anterior en al menos cinco cárceles del país se
presentaron brotes epidémicos de enfermedades como tuberculosis y varicela en
sitios en los que impera alto grado de hacinamiento. Cualquier asistencia
médica en tales circunstancias es compleja. Incluso el aislamiento y la
cuarentena cuando se presenta la saturación de los más recónditos espacios de
reclusión pueden mostrarse insuficientes. Pero, en Colombia ni siquiera ese
escenario es el peor. Dado que la “crisis” carcelaria se encadena a la “crisis”
del sistema de salud –esto es, con la ausencia de cualquier atención médica en
las cárceles- la desesperada solución es el traslado de los enfermos, lo que
amenaza crear una eventual multiplicación de las fuentes epidémicas en varias
cárceles.
En los últimos cinco años, se han
presentado 500 muertes de reclusos en todo el país. De acuerdo con información
de la Defensoría
del Pueblo, a septiembre de 2012 se habían presentado 1.283 tutelas por fallas
en el servicio de salud en 110 cárceles.
En materia de hacinamiento basta con
advertir lo que sentencian recientes decisiones judiciales. El Tribunal Administrativo
de Antioquia al fallar contra el Estado, obligándolo a indemnizar a un preso,
definió el hacinamiento como una condición que “resquebraja los derechos de los
reclusos, ya que los lleva a sobrevivir en condiciones humillantes, inauditas y
agraviantes”. Cada mes llegan a las cárceles del país 1.100 presos nuevos. Ya
se han adoptado medidas extremas como el ‘pico y placa’ para las visitas. Tan
insoportable es el estado de hacinamiento que muchos internos piden a sus
familiares que no los visiten por vergüenza a atenderlos en condiciones tan
degradantes.
En los últimos meses del año pasado se
registraron múltiples acciones de protesta y movimientos –cada vez más
coordinados- en al menos 20 cárceles por parte de los prisioneros e incluso de
los guardias; actos de desobediencia pacífica que terminaron a menudo
reprimidos con métodos violentos.
Como congresista he corroborado todos
estos hechos en más de 40 visitas que he practicado en los últimos años a las
cárceles. Siempre me impactan los terribles testimonios e imágenes de esta
realidad dantesca. En Bellavista, un interno se quejó de que los baños son
degradantes, puesto que la gotera cae con el orín de los pisos superiores.
Aseguró que habían solicitado autorización para ingresar herramientas y materiales
buscando solucionar este problema para que “por lo menos quienes duermen en el
baño puedan hacerlo bien”. En Puerto Triunfo –la cárcel que se encuentra al
lado de la hacienda Nápoles- los presos coordinadores de derechos humanos en
los patios definieron su situación diciendo que los animales del zoológico de
Pablo Escobar viven mejor que ellos, y para ilustrarlo llevaron a la reunión a
un hombre que por semanas había mantenido una huelga de hambre con los labios
cosidos. En Picaleña, los reclusos se quejaron de que las ciones de comida eran
tan reducidas que padecían siempre hambre, a lo que las prisioneras agregaron
que para ellas era peor porque les daban porciones más pequeñas aun aduciendo
que “las mujeres comen menos que los hombres”.
Está demostrado que ni la construcción de
nuevas cárceles, ni la privatización del sistema son medidas adecuadas para
resolver esta situación cada vez más insostenible. El trámite de la reforma al
Código Penitenciario y las medidas de transformación que ha propuesto la Ministra de Justicia son
una buena oportunidad para que se abra el debate nacional sobre esta grave
problemática. De lo contrario, será una tragedia de grandes proporciones o un
paro nacional penitenciario indefinido los que pondrán al desnudo ante la opinión
el macabro estado de las cárceles del país.
Incluso cuando la sociedad se acostumbra
a que el umbral de lo que se considera digno para el ser humano sea tratado en
la forma más elemental, llega el momento del brusco despertar. Podrá decirse
que es alarmismo o paranoia, pero se ve venir el estallido, la explosión, de
las bombas de tiempo que son las cárceles colombianas. Es probable que sea este
año. O tal vez el siguiente.
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